"El trabajo del vulcanólogo no es más peligroso que cualquier otro empleo", me dijo Nemesio Pérez, un día en el que lo acompañé a él y a su equipo en un viaje de exploración al volcán Taal, que se encuentra a unos 50 kilómetros de Manila, la capital filipina.
El cráter del Taal es un verdadero hervidero donde un lago interior, de 70 metros de fondo, alcanza temperaturas de 40 grados centígrados. La tierra exhala fumarolas de vapor y gases de hasta 100 grados que convierten la tierra en su derredor en barro hirviente. Yo mismo experimenté su extremo calor al meter por error el pie en uno de estos charcos de tierra candente.
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Polvoriento, tórrido y candente, el Taal es un volcán de gran belleza. Su cráter cobija un paisaje siniestro y casi onírico.
Aunque está activo, el Taal es uno de los principales atractivos turísticos de la zona. Los visitantes deben cruzar en barca el lago que rodea al volcán y, una vez en la ladera de la montaña, subir al cráter a pie o a caballo. Los guías atosigan al turista, coreano o no, para que suba a caballo. Los pícaros llegan a mentir sobre la distancia de la cima. El trayecto, de unos 20 minutos, a lomos del equino cuesta más de 1.000 pesos (22 dólares o 14 euros).
Algunos de los guías no superan los 12 años. Suben descalzos la polvorienta ladera, mientras guían al caballo con el turista a lomos. Un refresco de cola les espera al final del trayecto, en la cima, como recompensa.
Está prohibido bajar al cráter, si bien no hay mucha seguridad en el perímetro aparte de una puerta atada con una cuerda para bloquear el sendero. Nemesio y su equipo del Cabildo de Tenerife tenían permiso especial por tratarse de un estudio científico.
Nemesio Pérez y su equipo rodeados por niños que viven en la falda del volcán
El Taal entró en erupción por última vez en 1977, sin mucha virulencia. En 1911 tuvo su mayor explosión y, con la fuerza de una bomba atómica, expulsó grandes cantidades de lava y humo tóxico. Miles de personas han muerto en el pasado siglo a causa de este volcán.
Dos vulcanólogos caminan por el interior del cráter
Muchos no temen a este volcán, o lo temen menos que a la pobreza, y se han instalado en su falda para ganarse la vida como guías. Un motor de gaóleo les suministra de electricidad durante las horas oscuras de la tarde. Las barcas van y vienen continuamente con alimentos y otras provisiones. Incluso hay un colegio en la isla-volcán para los niños que viven allí.
Vulcanólogos filipinos me contaron que el peligro consiste en la expulsión de nubes tóxicas. Muchos habitantes del volcán no tendrían tiempo suficiente para cruzar en barca el lago. En la orilla opuesta también hay poblaciones instaladas en lugares potencialmente peligrosos.
Una residente del volcán guarda refrescos en hielo
Guía, éste con sandalias, con su caballo posa en el camino que lleva a la cima
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