jueves, 3 de febrero de 2011

Los Existencialistas



Pachucho se abalanzó sobre el ovillo de lana con la destreza de un pingüino ebrio. La señora Mariola, con suavidad, impidió al gato consumar su ataque y recobró sus labores. Al felino no se le escapaba ni un maullido mientras observaba a la abuela confeccionar un par de calcetines. Qué deleite aquel veleidoso duelo en un mar de lana. Mariola, apodada la “Pasionaria” por las malas lenguas, vivía en las afueras de la ciudad, en un pisito modesto que olía a jabón y sopa de fideos.

El anticuado reloj de cuco cantó las cinco de la tarde. Mariola observaba a través de la ventana a sus vecinos que salían al trabajo o a tomar café. La vieja se sonreía al ver cómo se doblaban los tacones de las señoras debido al empedrado de la calle, lo que les hacía adoptar una postura cómica que le recordaba a las películas de Charlot.

Movía las agujas con agilidad y precisión. Su especialidad eran los calcetines, que le salían gruesos y confortables, aunque también hacía bufandas y hasta jerséis de punto. Como no tuvo hijos, y por tanto tampoco nietos, regalaba las prendas a las monjas.

Mientras hacía su labor, repetía instintivamente los padrenuestros y avemarías sin dejar de pasar las cuentas del rosario. Pachucho, que tenía ínfulas de humano, meneaba la cabeza como si realmente también rezara rosario. “Éste debe de haberse vuelto majareta con la edad”, pensaba la abuela.

Mariola, que aún no había cumplido sesenta años, vivía la vida con la pulcritud de quien está en paz con la vida y no debe nada a la muerte. Su marido, Rafael, murió cuando iba a cumplir los cuarenta al precipitarse de una gran altura en la Plaza de Toros, donde trabajaba de conserje. ¡Y pensar que había sobrevivido a la guerra civil siendo republicano y un revolucionario de taberna y borrachuna! No lo mataron los franquistas, eso hubiera sido heroico. Se desnucó al caerse el desgraciado mientras desbrozaba las malas hierbas de una cornisa.

Por unos pocos siglos, el sol no se ponía en el imperio español. Poco duró la verbena. Llegó la Leyenda Negra y ahora la posguerra. ¡Qué calamidad!

¡Riiiiiiiiiiiing!, sonó tremebundo el timbre de la puerta. Menuda faena, se decía la anciana. De desembarazó de su hatillo y bajó trabajosamente las escaleras de losa moteada. ¡Quién es! Abrió la puerta: no había nadie. Al asomarse a la calle, vio a los pequeños rufianes del barrio que corrían ahogados por la risa.

-Venid “pacá”. Desgraciaos. Qué mala uva tenéis. Con lo mayor que está una. Voy a llamar a la Guardia Civil para que os encierren a “tós”. ¡”Sinvergüensas”!- gritaba con un seseo exacerbado.

Luis, Ignacio y Rafael corrían la calle abajo como llevados por demonios y muertos de risa.

-¡Ja, ja, ja! ¡Vieja loca!- gritaba en un éxtasis de hilaridad Rafa mientras se sostenía los pantalones sobre su protuberante barriga.
-¡Ven “acá pacá”, roñoso de mierda! Que no tenéis “vergüensa” ninguna- Se despedía la señora Mariola, ya casi de espaldas.

Experimentaban sus cinco minutos de gloria para acelerar la digestión antes de las clases vespertinas en el colegio de curas. Rafa el “Gordo”, rubio, gordito y bajito para su edad, era un chaval despreocupado y tan ladino como desaprensivo. Luis el “Latas” e Ignacio el “Plamplona”, aunque más altos y de complexión robusta, actuaban como escuderos de Rafael, el ideólogo de las travesuras más osadas.

Mientras saltaban por entre los charcos de la calle empedrada, el “Gordo” convenció a sus amigos de que esa tarde tenían que faltar a clase. Total, tocaba Matemáticas con don Alberto, más conocido como el “Moscardón” por el monótono zumbido que emitía cuando explicaba los problemas aritméticos. 

“Vayamos al río, a ver si cazamos algunos sapos, seguro que está lleno después de la lluvia”, propuso el “Gordo”. El “Latas” hizo un amago de resistirse. Su padre lo iba a matar si le llegaban más cartas por faltas en el colegio.

-Si yo sería tú, no me preocuparía. Le dices que te pusiste malico y santas pascuas- terció el “Plamplona”, quien se quedó con el mote desde que uno en la clase no pudo pronunciar bien “pamplonica”. 

Ignacio vivía en Córdoba desde los nueve años, pero por nada del mundo perdía el acento solemne y rotundo del norte. Curiosamente, todos le decían que hablaba muy bien -”fino”-, aunque no había olvidado ninguno de los giros antigramaticales de la Navarra profunda.

Los tres amigos, por el momento lo únicos miembros de su recién fundada pandilla, se hacían llamar los “Existencialistas”. El “Latas” no tenía ni pajolera idea de lo que significaba el palabro, pero quedó cautivado con una foto de un tipo carismático con una pipa en la boca y con un pañuelo que sobresalía de su abrigo de piel. Le preguntó a su padre, quien le contó que se trataba de Sartre, un existencialista. El “Latas” siempre había sido un inconformista, por lo menos desde los nueve años. Siempre buscando algo a lo que oponerse, sobre todo si provenía de sus padres o los profesores. En el existencialismo encontró su bandera. Su lema: “Estamos condenados a ser libres”. Aunque su realidad era más bien la contraria. Su sino trágico eran el colegio y las tareas domésticas. Su padre decía que eran los existencialistas eran hombres lúcidos como Cervantes o Larra. A lo que su madre atajaba con un cortante: “Masones”.

Escondieron sus maletines de piel detrás de los portones de la Iglesia, en un oscuro y húmedo portón a salvo de mirones indiscretos.

Lo que llamaban río era más bien un arroyo famélico de agua, con una fauna y flora escuálidas. Pero a ellos, desde la perspectiva amplificadora de la infancia, les parecía tan ancho y frondoso como el río Guadalquivir. Colgaron los zapatos y los calcetines en un árbol para no dejar evidencias del delito y se internaron entre las malas hierbas y cañamones en busca de insectos y batracios.

-”Latas”, tú dices que eres “existencial”, pero no tienes ni puñetera idea. Además, los existencialistas no pueden tener tantos olivos como tienes tú- espetó Andrés el “Pamplonica”.
-Eso, mi papa dice que tienes más “aransás” de olivos que la Casa de Alba.- terció el “Gordo”.
-Mira, vosotros no tenéis ni idea porque ni si quiera sabéis leer bien.
-¿Lo qué? Pero siempre que te piden leer en la clase, te tropiezas con la segunda línea- le picó “Pamplonica”.
-Porque yo leo en voz baja y no me da la gana leer para el cara sapo ése. A ver, yo te explico ahora mismo lo que es un existencialista, chaval. Existencialista es que estamos condenados a ser libres. Así, ni más.
-Este “latas” es una lata, siempre “filosofeando” -interrumpió el “Gordo”- . Venga ya sabemos todos lo que es “existencialista” y las aranzadas que tiene tu finca. Ostras, me ha picado algo. ¡Ay, ay, ay!

Primero el “Gordo”, y a los dos segundos sus dos compinches de travesuras, salieron haciendo aspavientos del riachuelo, huyendo de un enjambre de avispas enfurecidas. Recogieron los calcetines y los zapatos y, sin quisiera calzarse, salieron disparados en dirección al viejo puente. Las piedras del pavimento se les clavaban en las plantas de los pies, pero todavía no se habían reparado del susto y las picaduras les escocían demasiado como para parar en ese momento. 

Vencidos, decidieron ir al colegio a que el padre Celestino les aplicara barro con vinagre para calmar el escozor. De pronto, algo detuvo al “Latas”. Y la mano que le agarraba era de quien más se temía: la señora Mariola, con el rostro desencajado por la ira y con la dentadura asomando por sus labios por los improperios que lanzaba a los tres.

Rafael el “Gordo” e Ignacio el “Pamplonica” no tuvieron más remedio que abandonar a su amigo en las garras de la “Pasionaria”. Con los pies doloridos, de correr descalzos sobre el empedrado y con las picaduras aún palpitando dolor, los abatidos “existencialistas” se retiraron al colegio, donde fueron severamente reprendidos por el cura y, entonces también con las mejillas calientes, se marcharon a casa.

Al día siguiente, Rafa y Luis llegaron un poco tarde a la escuela. No querían cruzarse con su amigo, si es que había conseguido salir con vida de la guarida de la “Pasionaria”. Accedieron por los portalones de madera justo antes de que el conserje cerrara el candado con la enorme llave de bronce. Delante de aquél convento con más almenas que un castillo medieval y bajo un cielo de nubes ominosas, los dos traidores apenas se atrevían a levantar la vista.

-Venga, mocosos, que os van a calentar el culete- aseveró Manolo antes de romper con una carcajada que dejaba entrever sus dientes carcomidos por el tabaco negro.

El “Latas” no se dignó a dirigirles la mirada. Incluso apartó un poco su pupitre para, pero tuvo que corregir la posición porque se salió de la línea y don Liberto le zurró con la regla. Era lo que le faltaba al pobre diablo. Las clases de la mañana transcurrieron con la monotonía acostumbrada. En el recreo, los amigos seguían sin hablarse. Rafa e Ignacio se sentaron en un discreto rincón. El “Gordo” tenía que contener las lágrimas de vergüenza por haber abandonado a su amigo. El sentimiento de culpa le oprimía las sienes. El “Pamplonica” tenía un mal sabor de boca, como a ajo agrio. Al contemplar a su amigo, sentía ganas de huir. Lo último que quería era arreglar el entuerto con palabras. Lo mejor era dejar que el tiempo borrara el resentimiento. Ambos sentían que habían cruzado una línea sin retorno, como la primera vez que se masturbaron escondidos bajo la cama y les embargó un sentimiento de culpa. Y a pesar de que el remordimiento no concedía tregua, siempre volvían a caer en la tentación.

Los tres “existencialistas” caminaron juntos el camino de vuelta a casa, como de costumbre, aunque se mantenían a una distancia prudente, como si estuvieran condenados a ir juntos. Los tres pararon al mismo tiempo antes de traspasar las lindes de la calle donde antaño tanto reían sus travesuras a costa de la “Pasionaria”. Un gran tumulto de gente se agolpaba precisamente debajo de su piso. Se escuchaban murmuraciones fúnebres. Unos hombres transportaban un bulto humano tapado con la tela de una mesa camilla. Los guardias civiles apenas podían contener a los curiosos. “Dicen que guardaba miles de pesetas de la República”, afirmaban unos. “Pues yo sé que su marido murió en el maquis, un comunista como un diablo”, alegaba una mujer enjuta.

-Latas
-¿Qué?
-Eres un asesino

Pachucho, con porte flemático, despedía a su dueña con la indiferencia de un gato, desde el alféizar de la ventana.

La señora Mariola arrastró al “Latas” de las orejas por toda la calle. El desesperado muchacho puso en práctica todas las artimañas para deshacerse de la vieja. Primero obedeció sumiso para disimular y aprovechar un momento de distracción para escabullirse. No le salió. Luego fingió un intenso dolor y se hizo el muerto, pero Mariola le seguía agarrando de la oreja con una fuerza inusitada.

-¡Ay, ay, ay! Voy a morir. Voy a morir. Suéltame, vieja- lloraba el mocoso.
-A la Policía te voy a llevar. Para que aprendas, niñato.

Llegaron al bloque de pisos antiguos de la señora Mariola, a quien ya le fallaba algo el aliento por la caminata a trompicones. Tras subir los dos tramos escaleras, encontró la puerta abierta. Soltó la oreja del “Latas” y le agarró el brazo, más por miedo que para evitar su fuga. Empujó la puerta entornada. Del salón salía un olor a pipa, que precedió al humo que salía disparado arrastrado por la corriente de aire en el hueco de las escaleras. Unos zapatos marrones asomaban bajo las cortinas estampadas con motivos florales. Mariola ahogó un grito. Luis se quedó petrificado.

-No se asuste. No he venido a matarla- salió una voz oscura de barítono y la abuela se desvaneció.

Un ligero cosquilleo húmedo estremeció a Mariola, que se desmayó. Pachucho lamía con gusto los callos de la vieja. El desconocido, un hombre de mediana edad con vientre prominente y aires de profesor, se apresuró hacia la desfallecida. La “Pasionaria” se restableció, tras oler un poco de coñac. Tras ajustarse el bigotillo muy francés, el orondo desconocido le explicó la historia más rocambolesca que había escuchado en su entera vida:

“He venido aquí para sacarla del país. Su marido era un buen amigo mío. Juntos fundamos la Logia de la Luz y la Forma, con la que queríamos sacar de las tinieblas a nuestros ignorantes compatriotas. Tras la muerte de su marido, me marché al extranjero. Londres, París, Moscú. Trabajé como intérprete y periodista. Volví a España tras el golpe de Estado y me uní al bando republicano, pero los cerdos de los “bolcheviques” por poco acaban mi vida cuando comenzaron a limpiar a los elementos que molestaban al Kremlin. Tras la guerra escapé a Estados Unidos, donde me uní a un grupo de republicanos exiliados. Antes de nada, necesito la caja que su marido guardaba. ¿Dónde está?”

Mariola se incorporó con más agilidad de la que hubiera imaginado el atónito “Latas”. Retiró el sillón de su difunto marido y, escondida bajo una losa barata del suelo, sacó una caja de madera sucia. En su interior había unas cuantas hojas manuscritas, amarillentas por el paso del tiempo. El hombre tomó las páginas con sumo cuidado, casi con veneración.

-Aquí yacen las últimas palabras de don Miguel de Dosmundo. Un manuscrito histórico que las nuevas generaciones deben leer. Secretos revelados por el autor de “El padre mártir” sobre Carmen Polo, la mujer del Generalísimo. Señora Mariola, tenemos que salir ipso facto- se apresuró el desconocido.

-¿Qué dice? ¿Cómo voy así dejar mi casa? ¿Dónde voy a vivir?
-Vamos a fingir su muerte. Tenemos preparado un cadáver.
-Ya sé. El de doña Paca, que murió de una pulmonía hace una semana- soltó el “Latas” sin darse cuenta de que casi gritaba.

El desconocido se dirigió entonces al travieso existencialista, que ya había olvidado el dolor de la oreja, y le hizo prometer que guardaría el secreto de lo que había visto y oído.

“Chaval, estos manuscritos demuestran que el mismo Franco fue un masón al que tuvimos que expulsar de la logia por intrigante y paranoico. Juró venganza y bien que se la ha tomado. La posteridad debe conocer este importantísimo secreto: la verdadera identidad del dictador. Pero su mujer se mantuvo fiel a la logia, aunque tenía debilidades católicas y castigó al enano a mil noches de abstinencia. Toma”.

Dos hombres vestidos de Policía entraron en la sala. “No se asusten”, dijo uno de ellos. Ante una señal del hombre del bigotillo, arrastraron un bulto al interior de la sala. Sacaron el cadáver bien conservado de doña Paca y lo tumbaron en la salita. Junto a él colocaron una escalera para simular un accidente.

EPÍLOGO

¿Por qué usted no ha leído en ningún manual de historia, ni siquiera en los editados en la Unión Soviética, nada sobre el pasado masónico de Franco?

Desgraciadamente, Paco -como se llamaba el del bigotillo-, con las prisas, se dejó los papeles sobre la cómoda de la “Pasionaria”. Tras la conversión de la Logia de la Luz y la Forma en un club de dominó, la señora Mariola tuvo que ganarse la vida con un puesto de churros en la capital de México. Nadie le cree cuando relata el secreto de Franco y ahora son mozuelos mexicanos los que le hacen burlas.


2 comentarios:

Antonio dijo...

todo lo que yo tengo de poeta tú lo tienes de escritor. :)
Me ha gustado mucho...

Gaspar Canela dijo...

Gracias, hermano. Me hace más ilusión que te guste a ti que a cien mil críticos (cien mil uno sería diferente...). Un abrazo desde BKK