Australia ha vuelto a pedir perdón por segunda vez en dos años. La primera vez fue hace un año, cuando se disculpó por los abusos cometidos por los colonos anglosajones contra los pueblos aborígenes. Esta vez se trata de uno de los secretos más oscuros de esta joven nación: el abuso y la explotación laboral de medio millón de niños australianos e ingleses entre 1920 y 1974 en orfanatos públicos.
"Os pido perdón por la tragedia absoluta que sufristeis al perder vuestra infancia. Miramos hacia atrás avergonzados de que pasarais frío, hambre y soledad y sin tener a nadie a quien pedir ayuda. Sufristeis abusos físicos, humillaciones crueles, violaciones sexuales", afirmó hoy el primer ministro australiano, Kevin Rudd, ante cientos de víctimas emocionadas en el Parlamento.

No recuerdo que ningún país haya pedido disculpas por las atrocidades cometidas en un pasado lejano o más cercano en el tiempo. La Iglesia Católica lo hizo por las persecuciones, torturas y asesinatos cometidos por la Santa Inquisición. Aunque yo todavía recuerdo cómo un sacerdote que fue profesor mío alegaba que el proceso contra Galileo no fue por motivos religiosos sino "técnicos".
En cualquier caso, reconforta que un Gobierno y un país tengan el coraje de pedir perdón, aunque sea de forma simbólica y sin compensación económica. El perdón no sólo ensalza al que comete una iniquidad, sino que también devuelve la dignidad a las víctimas. Los australianos han obrado así con un sólo objetivo: que no vuelva a repetirse los horrores.
Guerras y masacres en muchos países todos los continentes. La guerra civil española, por reciente, sigue levantando ampollas. Quizá el problema sea también de perspectiva, sobre todo entre los que no la vivieron. No se trata de echar las culpas al otro, sino de reconocer los errores del bando que uno defiende. El estado perfecto, si existe, es la tercera España, la que no se alinea con ninguno de los extremos.